Es imprescindible afianzar las redes de seguridad y bienestar económico en la región para asegurar el sustento de los más vulnerables durante el parón.
Primero fue Perú. Luego se sumaron otros: Ecuador, Argentina, Bogotá, y en las últimas horas Colombia entera junto a Panamá han entrado en cuarentena total. Con matices, millones de ciudadanos latinoamericanos están en aislamiento preventivo para detener el avance de la pandemia provocada por el nuevo coronavirus.
Es cierto que los países latinoamericanos que han tomado la ruta de la cuarentena lo han hecho mucho antes que sus homólogos europeos. España, por ejemplo, se demoró casi tres semanas desde el inicio de la escalada epidemiológica: para cuando tomó la decisión ya tenía 8.000 casos confirmados.
Pero, al mismo tiempo, otras grandes naciones de la región, con abundancia de casos, se resisten a tomar la medida. Chile ya lo contempla seriamente, pero los mandatarios de Brasil y México (los dos países más poblados con diferencia de Latinoamérica) no parecen estar siquiera cerca de considerarlo. ¿Por qué?“La economía” es el atajo que suele citarse, explícita o implícitamente, para avalar esta decisión. Pero es simplista. Javier Lafuente empleaba la más ajustada etiqueta de fragilidad estatal, a la que cabría añadir la vulnerabilidad económica y social. Detrás de las reticencias de AMLO o Bolsonaro no está solo ni principalmente la marcha de las grandes empresas de sus respectivos países. De la misma manera que cuando la ciudad de Bogotá, cobijo para casi ocho millones de personas, inició el viernes pasado un simulacro de cuarentena obligatoria lo hizo para medir precisamente esas vulnerabilidades, y hasta dónde podía o debía llegar el estado para cubrirlas.
En ese ejercicio la ciudad recogió algunos datos muy dicientes. A pesar de iniciarse un viernes anterior a un fin de semana largo (el lunes era festivo en Colombia), resultó que un 20% de la ciudadanía bogotana salió a las calles. La inmensa mayoría lo hizo por motivos relacionados con la búsqueda de sustento económico.
Además, apenas un tercio de los habitantes de Bogotá veía como fácil o muy fácil la permanencia obligatoria en sus domicilios. Para la mayoría que lo veía complicado (y probablemente también para muchos de los que no expresaron una posición clara) la necesidad de trabajar para vivir al día, a la semana, a la quincena o al mes era un motivo preponderante de preocupación.
No es de extrañar entonces que el pasado martes 24, último día de simulacro en Bogotá y víspera de la cuarentena obligatoria implantada por el Gobierno de Colombia, ya no festivo en el país, más gente saliese a las calles. Los datos de Transmilenio, el servicio de transporte público masivo de la capital, indicaban que aunque la afluencia de usuarios era de la mitad que un día normal, había duplicado a la del viernes (primer día de simulacro). Al mismo tiempo, se registraron núcleos de protesta a lo largo y ancho del país: los segmentos de población más vulnerables reclamaron ayudas para cubrir su sustento básico durante los días de aislamiento.
Latinoamérica es una región donde la pobreza relativa aún tiene una incidencia notable, a pesar de mejoras en las últimas décadas. Al mismo tiempo, la economía informal supone un pedazo importante de las cuentas nacionales en cada país, lo cual implica que hay una gran cantidad de hogares cuyos ingresos no están sistematizados, muchas veces ni siquiera dentro del sistema bancario.
El reto para Centroamérica es aquí mayor que para otras partes del continente, pero en casi todos los casos la vulnerabilidad es mayor que en Europa. La pregunta que surge inmediatamente es cómo garantizar el bienestar de estas enormes porciones de la población. En esto, de nuevo, la región muestra capacidades desiguales.
Países como Chile o Colombia destinan el triple a política social que sus contrapartes (sobre todo en Centroamérica, pero no únicamente: nótese la tenue red de protección uruguaya). Algunos, como el primero o Panamá, se centran además en transferencias monetarias. Esto es particularmente importante ante una crisis como la que acecha a la región: el bloqueo doble de la demanda y la oferta en los mercados de bienes y servicios, la paralización de la vida en las ciudades, supondrán una crisis de liquidez brutal para los hogares que viven de entrar cada día en el río natural de la economía.
No es casualidad que Gobiernos como el peruano o el colombiano, poco sospechosos de estar a la izquierda del espectro, hayan aprobado mecanismos de subsidio para los segmentos más vulnerables de alcance sin precedentes. Está por ver si serán suficientes o hará falta extenderlos, pero cabe poca duda de que esta es la única manera de hacer sostenibles los aislamientos preventivos: reduciendo al máximo el porcentaje de personas que necesitarán abandonar sus viviendas para buscarse la vida. Construyendo, en definitiva, sistemas de protección y bienestar.
Mientras, parece que la posición explícita de otros Gobiernos como el mexicano es la de no tratar de detener dicho río, permitir que siga su curso al menos tanto tiempo como pueda. La pregunta es cuánto será eso antes de que el ritmo de contagios se haga insostenible socialmente, pero también estatalmente, para sus sistemas de salud. Llegados a ese punto, el dilema entre salvar la economía para salvar vidas o salvar vidas condenando a la economía se puede volver más difícil, no más fácil, de resolver: si el contagio se extiende lo suficiente, la cuarentena será igualmente inevitable, pero llegará tarde, con menos capacidades para reducir el ritmo de la epidemia, y sin los programas sociales de antemano para poder sostener a quienes más difícil tienen quedarse en casa.
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