Juan Ramón de la Fuente

El Universal

Al personal médico y paramédico, por el intenso trabajo que realizan.

1. La salud

Si hay algo que agradecer a los investigadores chinos, son las publicaciones recientes –casi inmediatas– en relación al brote de coronavirus de principios de este año. Los trabajos ya publicados en revistas de circulación internacional, previamente revisados por expertos, contienen la información que nos permite saber realmente lo que está pasando y lo que seguramente vendrá. No es mera especulación, son datos empíricos, colectados en el terreno y analizados con rigor. La cadena de confianza que se requiere para combatir una pandemia empieza por diseñar políticas públicas sustentadas en el conocimiento que la ciencia genera. Aquí van algunas cifras derivadas de un estudio realizado en más de 70 mil pacientes por el Centro para la Prevención y Control de Enfermedades de China, publicado hace unos días en una de las revistas médicas de más prestigio en el mundo: The Journal of the American Medical Association (JAMA, por sus siglas en inglés).

De los 72,314 casos reportados, 62% fueron diagnosticados con base en pruebas diagnósticas (no hay que minimizar la importancia del laboratorio en una epidemia), 22% con base en los síntomas clínicos, más otro 15% que fueron diagnosticados con neumonía por medio de imágenes radiológicas. El 1% restante eran casos asintomáticos que resultaron positivos en el laboratorio. Por cierto, los casos asintomáticos (según otro estudio también ya publicado) sí pueden contagiar a otras personas y contaminar objetos. De hecho, es un factor importante en la rápida propagación del virus. El 81% de los casos tuvo un cuadro clínico de leve a moderado. En el 14% de los casos el cuadro clínico fue severo y en 5% fue grave. Estas cifras son importantes porque, aunque pueden variar en otras poblaciones, el tamaño de la muestra permite pensar que, en términos generales, así será el cuadro clínico que presenten las personas infectadas en poblaciones generales.

Lo que cambia sustancialmente con la edad, es el índice de mortalidad. Este fue de 2.3% si se considera toda la muestra de pacientes estudiados, pero se disparó a 14.8% en personas de más de 80 años, en tanto que en personas entre 70 y 79 años la mortalidad fue del 8%. Casi la mitad (49%) de los casos diagnosticados como graves fallecieron. La mortalidad aumenta 10% si hay enfermedad cardiovascular, 7% si hay diabetes y 6% si hay hipertensión arterial, enfermedad respiratoria o cáncer. El personal de salud está más expuesto a infectarse y su mortalidad general es más alta (3.8% vs 2.3%). Aunque los niños y los jóvenes se enfermaron con menor frecuencia (al menos en esta población), no significa que no se contagien y de hecho se han reportado varias muertes de menores. Podríamos decir que, los jóvenes tienen menor riesgo de presentar cuadros graves, pero no están inmunes y pueden ser una fuente importante de contagio.

Esos son los datos duros de los cuales disponemos. Seguramente se irán ajustando, pero las tendencias generales se van a mantener. La alta mortalidad observada en Italia y en España ameritará sin duda un análisis que vaya más allá de la pirámide poblacional y la saturación de su sistema hospitalario, variables fundamentales para administrar la contingencia.

En mi opinión, la respuesta de China ha sido extraordinaria. Adoptaron las medidas convencionales (aislamiento, cuarentena, distanciamiento social, contención comunitaria), pero además construyeron dos hospitales en tiempo record, han publicado decenas de trabajos de investigación clínica y epidemiológica y seguramente pronto (en algunos meses) tendrán lista alguna de las varias vacunas que habrán de surgir. Si fueron draconianas o no las medidas adoptadas por el gobierno de Xi Jinping, será seguramente motivo de debate también por algún tiempo. Pero lo que hoy sabemos del COVID-19 se lo debemos en gran medida a su personal de salud y a sus investigadores.

2. La psicología

A la hora de tomar decisiones que conllevan riesgos podemos ser más irracionales de lo que imaginamos. Probarlo le valió a Daniel Kahhneman, psicólogo, profesor de la Universidad de Princeton, el Premio Nobel de Economía en 2002. Hace algunos años, hizo un experimento que viene hoy muy a cuento recordar. Le pidió a un grupo de sujetos voluntarios, con buen nivel de escolaridad, que imaginaran que estaban frente a una enfermedad asiática desconocida que mataría a 600 personas. Habría dos opciones para combatirla: un tratamiento que aseguraba que se curarían 200 personas, y otro que tenía 33% de probabilidades de salvar a los 600, pero 67% de probabilidades de no salvar a ninguno. El 72% de los participantes escogió la primera opción. Posteriormente les reformuló la pregunta de la siguiente manera: con la primera opción se morirían 400 personas en tanto que con la segunda habría 33% de posibilidades de que nadie falleciera y una probabilidad de 67% que todas murieran. Las preferencias se revirtieron y esta vez el 78% eligió la segunda opción. ¿Por qué contestaron distinto? En ambos casos, la opción 1 te asegura que se salvan 200, y la opción 2 te dice que hay un tercio de probabilidades que todos puedan salvarse y dos tercios de probabilidades que todos mueran. En nuestra mente, sostiene Kahneman, las pérdidas pesan más que las ganancias, de tal suerte que cuando las opciones se plantean en términos de muertes y no de curaciones, nos inclinamos por tratar de evitar las pérdidas. Agreguemos a esa forma de decidir, más emocional que racional, una nueva situación. No se trata ahora de una enfermedad hipotética sino real, y todos los días nos enteramos que mueren por esa causa decenas o cientos de personas.

Las emociones juegan un papel muy importante en nuestras decisiones. Nos ayudan a anticipar lo que viene o lo que pensamos que puede venir. A veces aciertan, pero pueden ser erráticas, sobre todo cuando se trata de temas que conocemos poco o sobre los que tenemos una información distorsionada. El problema real se presenta cuando la emoción prevalece (sea el miedo, la tristeza, el enojo o cualquier otra para fines prácticos) y no se tienen elementos para construir una respuesta informada. Se incurre entonces en decisiones sesgadas que no reflejan las realidades del entorno. Subestiman o magnifican riesgos y pueden llegar al extremo de que, lejos de protegernos, nos expongan aún más. Un buen ejemplo es aquel que piensa que usar cubre bocas lo protege del COVID-19, y se pasea muy quitado de la pena en lugares tumultuosos con la convicción de que no va a contagiarse.

Esto no se corrige tan solo tratando de ser más reflexivos o de pensar las cosas con más cuidado. Si el sesgo está inducido y no se tiene la información pertinente, ocurrirá que, mientras más vueltas se le da al tema, mientras más comentarios sin fundamento se intercambien en las redes sociales, por ejemplo, más crecerá el peso de la emoción (en este caso el miedo) y con ello aumentarán las conductas irracionales que dicha emoción genera. El tema del papel higiénico (agotado por compras de pánico) ejemplifica claramente lo dicho.

Me parece que lo que ocurre en muchos lugares, y México no es la excepción, es que la mayoría de las personas no tienen el conocimiento (y no tendrían por qué tenerlo) para saber cómo deben enfrentarse las epidemias, y esto propicia que el miedo, individual y colectivo, se apodere del escenario. Aún la tenue memoria de aquella influenza española de hace 100 años que mató a 50 millones de personas, puede influir en el inconsciente colectivo de muchas personas. Pienso que la solución radica en fortalecer la cadena de confianza ya aludida: políticas públicas que confíen en la ciencia, ciudadanos que confíen en las autoridades públicas que ejecutan dichas políticas, y confianza entre los países, porque esta pandemia requiere urgentemente de mayor colaboración internacional. Nuestra mejor opción es seguir los lineamientos de la Organización Mundial de la Salud.

“Cuando José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, reunió a los jefes de familia para explicarles lo que sabía de la enfermedad y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la Ciénega…Tan eficaz fue la cuarentena que llegó el día que el trabajo recobró su ritmo y nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir”

Embajador de México ante la ONU


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